ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias

Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de la dedicación de la basílica de Santa Maria in Trastevere. En esta iglesia reza cada tarde la Comunidad de Sant'Egidio. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de la dedicación de la basílica de Santa Maria in Trastevere. En esta iglesia reza cada tarde la Comunidad de Sant’Egidio.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 19,1-10

Habiendo entrado en Jericó, atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa.» Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. Al verlo, todos murmuraban diciendo: «Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador.» Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo.» Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús llega a Jericó. Los arqueólogos la consideran la ciudad más antigua del mundo, casi como el símbolo de todas las ciudades. Jesús no entra en Jericó distraído y con prisas, como normalmente hacemos nosotros cuando recorremos las calles y las plazas de nuestras ciudades. Él está siempre atento a las personas. Zaqueo, un publicano, conocido pecador, quería verle, pero era de baja estatura. Un poco como todos nosotros, que estamos demasiado cerca del suelo, demasiado preocupados por nuestras cosas como para poder descubrir a Jesús. No es suficiente hacer algún apaño, como ponerse de puntillas sin movernos de donde estamos. Tenemos que elevarnos un poco, es decir, salir de la confusión de la gente, ir más allá de las costumbres en las que tan a menudo nos aposentamos. Si nos quedamos por debajo, continuamos siendo presos de nosotros mismos y de la mentalidad del mundo. Si nos quedamos así, es difícil que podamos ver a Jesús. Zaqueo subió a un árbol. Eso fue suficiente. De hecho, fue Jesús quien le vio. Era Zaqueo, el que quería ver a Jesús, pero fue al contrario. Todo aquel que se propone buscar al Señor ya ha sido encontrado por Él. No lo buscaríamos si no lo hubiéramos ya encontrado, nos confirma toda la tradición espiritual de la Iglesia. Jesús, de hecho, cuando pasa por debajo del sicómoro, levanta los ojos, llama a Zaqueo por su nombre, lo invita a bajar y le pide que lo acoja en su casa. Esta vez el hombre rico no se va triste; al contrario, baja de prisa y acoge a Jesús en su casa. Tras el encuentro con Jesús, Zaqueo ya no es como antes: es feliz y tiene un corazón nuevo, más generoso. Decide dar la mitad de sus bienes a los pobres. No dice: "Doy todo lo que tengo". La historia de Zaqueo nos invita a cada uno de nosotros a acoger al Señor y a encontrar nuestra medida en la caridad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.