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Memoria de la Iglesia
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Memoria de la Iglesia

Fiesta de los santos Joaquín y Ana, progenitores del Señor. Recuerdo de todos los ancianos que con amor comunican su fe a los más jóvenes. Recuerdo de Maria, enferma psíquica que murió en Roma en 1992. Con ella, recordamos a todos los enfermos psíquicos. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 26 de julio

Fiesta de los santos Joaquín y Ana, progenitores del Señor. Recuerdo de todos los ancianos que con amor comunican su fe a los más jóvenes. Recuerdo de Maria, enferma psíquica que murió en Roma en 1992. Con ella, recordamos a todos los enfermos psíquicos.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 13,10-17

Y acercándose los discípulos le dijeron: «¿Por qué les hablas en parábolas?» El les respondió: «Es que a vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. En ellos se cumple la profecía de Isaías: Oír, oiréis, pero no entenderéis,
mirar, miraréis, pero no veréis.
Porque se ha embotado el corazón de este pueblo,
han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado;
no sea que vean con sus ojos,
con sus oídos oigan,
con su corazón entiendan y se conviertan,
y yo los sane.
«¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús acaba de narrar la parábola del sembrador. Es una parábola ejemplar, en el sentido que si no se comprende esta, es difícil entender las demás. Efectivamente, con esta parábola Jesús enseña su nueva manera de predicar el Evangelio, que es, precisamente, con parábolas. En las parábolas los conceptos se mezclan con las imágenes y los acontecimientos de la vida de cada día que son bien comprensibles por quienes escuchan. El Evangelio tenía que llegar a todas partes. Cualquiera podía escucharlo y ser ayudado. Los apóstoles, sorprendidos por aquella decisión de Jesús, le preguntan directamente: «¿Por qué les hablas en parábolas?». El anuncio del Reino de Dios, que es el corazón de la predicación evangélica, debía comunicarse de manera clara pero sin que fuera malinterpretado. Para los judíos el Mesías tenía que instaurar el Reino por medios políticos y en algunos casos con violencia, como predicaban los zelotas. Jesús no quería que lo malinterpretaran. Por eso eligió un lenguaje que llegara a entrar en el corazón. Quien tenía sed de amor, iba a recibir más. Quien no tiene sed de amor, la agotará aún más. Podríamos entender las palabras de Jesús así: a todo el que tiene, se le dará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. El lenguaje parabólico implica a quien lo oye y desarma a los fariseos. Además, Dios decidió revelar los «misterios del reino» a los pequeños y a los débiles. Ellos son los destinatarios del Reino. Por eso dice a los discípulos: «¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen!». Ellos, así como los débiles, reciben la gracia de poder tocar, escuchar y ver con sus ojos a Jesús. Él es «la parábola» de Dios entre nosotros.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.