ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 28 de noviembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 21,12-19

«Pero, antes de todo esto, os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y cárceles y llevándoos ante reyes y gobernadores por mi nombre; esto os sucederá para que deis testimonio. Proponed, pues, en vuestro corazón no preparar la defensa, porque yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados por padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y seréis odiados de todos por causa de mi nombre. Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El texto evangélico que contiene el discurso de Jesús sobre el fin de los tiempos, utiliza el típico lenguaje apocalíptico de las Escrituras para describir, precisamente, los «últimos tiempos». Leyendo esta página del Evangelio viene a la memoria lo que sigue pasando en nuestra época: tragedias, guerras, genocidios, violencias increíbles, hambre. Y todavía hoy continúan siendo asesinados los testimonios del Evangelio. El número de mártires, de todas las confesiones cristianas, y también de otras religiones, que se produjo en el siglo XX fue increíblemente elevado. Y también al inicio de este nuevo milenio continúan siendo asesinados violentamente cristianos que dan testimonio de su fe con valentía. Ellos están ante nuestros ojos como testigos preciosísismos. Y nos confían una preciosa herencia de fe que debemos custodiar e imitar: mientras que nosotros estamos como aturdidos y ablandados por una cultura que nos hace ser cada vez más esclavos del materialismo y del consumo para alcanzar un bienestar individual, ellos nos dicen con su propia vida que el Evangelio del amor es el tesoro más precioso que hemos recibido y que es el testimonio más fuerte y eficaz que podemos dar a los hombres de hoy. El mal, con su terrible y cruel violencia, pensó que los derrotaba, pero ellos con su sacrificio, con su sangre, con su resistencia al maligno, continúan ayudándonos a vencer el mal con el amor y la fidelidad al Señor. Es un mensaje que no pierde fuerza con el paso del tiempo: realmente no se pierde ni siquiera un solo cabello de su historia de amor. Su testimonio nos sumerge, junto a ellos, en este movimiento de amor que nos salva a nosotros y al mundo. El arzobispo Óscar Arnulfo Romero, en la homilía que pronunció ante el cadáver de un sacerdote asesinado por los escuadrones de la muerte, decía que el Señor nos pide a todos los cristianos que seamos mártires, es decir, que «demos la vida». Nosotros recibimos la vida no para guardarla para nosotros mismos, sino para ofrecerla a favor de todos y especialmente para los pobres. El Señor nos acompaña del mismo modo que les acompañó a ellos y nos ayudará con su fuerza incluso cuando, a causa del Evangelio, aquellos a los que tenemos más cerca -Jesús habla de padres, hermanos, parientes y amigos- nos traicionen. La perseverancia en el amor salvará nuestra vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.