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Oración de la Santa Cruz
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Oración de la Santa Cruz

Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Fiesta del apóstol Bernabé, compañero de Pablo en Antioquía y en el primer viaje apostólico. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración de la Santa Cruz
Viernes 11 de junio

Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Fiesta del apóstol Bernabé, compañero de Pablo en Antioquía y en el primer viaje apostólico.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 19,31-37

Los judíos, como era el día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado - porque aquel sábado era muy solemne - rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: No se le quebrará hueso alguno. Y también otra Escritura dice: Mirarán al que traspasaron.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hoy la Iglesia celebra la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Aunque es un pasaje que se introdujo en la liturgia más bien recientemente, tiene sus raíces en el mismo corazón del cristianismo. El prefacio de la Liturgia, como si quisiera mostrar su sentido profundo, nos invita a contemplar el misterio del amor de Jesús: "Colgado en la cruz, en su amor sin límites dio la vida por nosotros, y por la herida de su costado salió sangre y agua, símbolo de los sacramentos de la Iglesia, para que todos los hombres, atraídos hacia el corazón del Salvador, bebieran con alegría de la fuente perenne de la salvación". La Liturgia canta el "corazón" de Jesús como fuente de salvación. Escribe Juan: "Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua". Este pasaje litúrgico nos invita a todos a centrar nuestra atención en el misterio de aquel corazón que se vacía para nuestra salvación. Es un corazón de carne, que se emocionó, que lloró, que se enterneció, que se apasionó, nunca por sí mismo sino por los demás. No hizo preferencias con nadie, salvo con los más pobres, los más pequeños, los más débiles y los pecadores. No es un corazón como el nuestro, que a menudo es de piedra, insensible incluso frente a un amor tan grande. La compasión y la conmoción de aquel corazón fueron el punto de partida de la vida pública de Jesús. Escribe Mateo (9,36) que Jesús, yendo por las ciudades y los pueblos de Galilea, se conmovió por las muchedumbres que acudían a él porque estaban vejadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor. Y empezó a reunirlas y a ocuparse de ellas. Con Jesús llegó finalmente el pastor bueno del que hablaba el profeta Ezequiel: "Aquí estoy yo, para cuidar personalmente de mi rebaño y velar por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las recobraré de todos los lugares". El Evangelio de Juan nos invita a fijar nuestra mirada en aquel crucifijo, en aquel corazón que se dejó atravesar por nosotros, para dar a los hombres la fuerza de amar.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.