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Fiesta de la Inmaculada
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Fiesta de la Inmaculada

Fiesta de la Inmaculada Concepción de Maria
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Libretto DEL GIORNO
Fiesta de la Inmaculada

Homilía

Mientras se acerca la Navidad, la liturgia viene a nuestro encuentro con esta fiesta en honor de la Madre de Jesús. La Virgen María se convierte para nosotros en un ejemplo de cómo vivir este tiempo de Adviento, de cómo esperar al Señor que está a punto de nacer en medio de nosotros. El Evangelio de Lucas nos presenta a una joven, quizá de 12 o 13 años, de un pequeño lugar de Galilea, Nazaret, en la periferia extrema del Imperio romano. Era una joven como todas, vivía la vida normal de su pueblo. Sin embargo, sobre ella se había posado la mirada del Señor. En la fiesta de hoy recordamos el día en que María fue concebida por sus padres, Joaquín y Ana. María fue concebida sin pecado, es decir, sin la mancha de la culpa original, y, en consecuencia, exenta del drama de la lejanía de Dios propia de Adán y Eva y de cada uno de nosotros.
La de hoy es una fiesta antigua. Era llamada de la "Concepción de María". Pero cuando Pio IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción en 1854, la fiesta tomó el nombre actual. Pero, ¿qué quiere decir "Inmaculada Concepción"? ¿No era María una niña como todas las demás? Desde un cierto punto de vista podríamos responder que lo era. Pero sobre ella se había posado la mirada de Dios de una forma completamente especial, hasta el punto de hacerla libre del pecado original. Desde el inicio, desde la concepción, María fue elegida para ser la madre de Jesús. No podía, por tanto, estar herida por el pecado la que debía convertirse en madre del Hijo de Dios. Por eso, el nacimiento inmaculado no fue mérito suyo sino una gracia. El Señor preparó en ella una morada digna de su Hijo. Haciéndose casi eco del conocido argumento ontológico con el que demostraba la existencia de Dios, San Anselmo escribió: "Era justo que fuera adornada con una pureza superior, de la que no se podía concebir una mayor salvo la de Dios mismo, esta virgen a la que Dios Padre debía dar a su Hijo de una forma tan especial". El amor del Hijo ha protegido, por tanto, a la madre. A ella podemos aplicar las palabras de Dios en el Cantar de los Cantares: "¡Toda hermosa eres, amor mío, no hay defecto en ti!" (4,7). Es lo que le dice el ángel en la anunciación: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1,28).
Este misterio de María no es ajeno a nosotros. Como Dios posó sobre ella su mirada en el momento de la concepción, así la ha puesto también sobre nosotros. El apóstol Pablo escribe: "nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados" (Ef 1,4). María, y nosotros con ella, hemos sido elegidos por Dios antes incluso de la creación. Y hemos sido elegidos para ser santos e inmaculados. No en vano el apóstol dice: "nos ha elegido", y no "hemos elegido". Cada uno de nosotros ha sido pronunciado por Dios y hemos llegado a existir, de la misma manera que está escrito: "Dijo Dios: «Haya luz», y hubo luz" (Gn 1,3). Somos fruto del amor de Dios; su corazón nos piensa y nosotros venimos a la luz. Nuestros padres han entrado en este proceso de amor hasta generarnos. Nuestro nombre comienza en el corazón de Dios y allí permanece para siempre. Por esto creemos que la vida es santa, desde el inicio y para siempre. El Señor no olvida nunca nuestro nombre, y ¡ay del que quiera eliminarlo! Todos están en el corazón de Dios.
En esta fiesta contemplamos cuán grande es el amor del Señor y qué maravillas llega a realizar si no traicionamos su predilección, como hizo María. De hecho, María nunca se alejó de aquel amor que la hizo nacer inmaculada. Ella, formada para convertirse en la madre de Jesús, aceptó plenamente esta vocación. Y no era ni fácil ni algo por descontado. Cuando el ángel le dijo que estaba llena de gracia, María se turbó. No tenía una gran consideración de sí. Se sentía nada ante Dios. Nosotros, por el contrario, tenemos un elevado concepto de nosotros mismos, o bien una concepción absolutamente negativa, que viene a ser lo mismo. Aquí está precisamente la esencia del pecado original. En ambos casos nos concebimos a nosotros mismos separados de Dios, lejos de su amor. Éste es el origen del mal en el mundo. María no se exalta ni se abate ante el anuncio del ángel. Se turba, como advierte el evangelista. Así debería ocurrirnos cada vez que escuchamos el Evangelio, ni exaltación ni pesimismo, sino escucha. Y si escuchamos, también nosotros sentimos traspasado el corazón: esta es la turbación. Pero el ángel la conforta: "No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús" (v. 30-31). A decir verdad, este anuncio la conmociona aún más; también porque todavía no había ido a vivir con José. Pero el ángel añade: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra" (v. 35). No se nos han dado a conocer los pensamientos de María en aquel momento. Podría decir "no", permanecer en su tranquilidad y seguir la vida de siempre. Si, por el contrario, responde "sí", toda su vida se transformaría. A diferencia de nosotros, María no confía en sus fuerzas sino sólo en la Palabra de Dios. Por esto puede decir: "He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu Palabra" (v. 38). María, la primera amada por Dios, es también la primera en responder "sí" a la llamada. Ahora está ante nosotros, ante los ojos de nuestro corazón, para que, contemplándola, podamos imitarla y recibir también nosotros el tierno abrazo del Hijo que nos llena el corazón y la vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.