ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Aquella noche no pescaron nada, escribe el evangelista (Jn 21, 3). Es la experiencia amarga de Pedro, Tomás, Natanael, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos (siete en total, símbolo de la universalidad, primera semilla de la Iglesia), tras una fatigosa noche de pesca. Una experiencia que se parece a la de tantos hombres y tantas mujeres, de tantos días y tantas noches: no producir nada. La noche, en estos casos, no es sólo una anotación temporal, es signo de la ausencia del Señor y del consiguiente extravío. Al alba un hombre se acercó al cansancio de los apóstoles y encontró su fatiga y su desilusión; la cercanía de Jesús, no importa si reconocido o no, supuso el fin de la noche y -lo que cuenta- el inicio de un nuevo día, de una nueva vida.
Él les preguntó si tenían pescado para comer, pero los siete se vieron obligados a confesar toda su pobreza e impotencia. Jesús, al que no habían reconocido todavía, con una amistad llena de autoridad, les invitó a buscar en otro sitio: "Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis". Los siete hombres acogieron la invitación y, sin oponer resistencia alguna, aunque fuese más que razonable expresarla, obedecieron: la pesca fue grande, milagrosa, desmesurada. Ante esta experiencia de fecundidad y de alegría, uno de los discípulos, a quien Jesús amaba, reconoció la voz y dijo a los demás: "¡Es el Señor!". Una vez más, por boca del discípulo, resonaba a los apóstoles el anuncio de la Pascua, la victoria del Señor sobre la muerte. Simón Pedro, al sentir la cercanía del Señor, comprendió su indignidad; se puso el vestido pues estaba desnudo, se lanzó al lago y nadó hacia Jesús. Los demás, en cambio, fueron detrás en la barca, arrastrando la red llena de peces. En este punto el Evangelio presenta una escena cordial, llena de ternura: estaban todos juntos alrededor de unas brasas, con peces sobre ellas y pan, preparado por Jesús. Nadie se atrevía a preguntarle nada; se quedaron sin palabras, como cuando nos superan el amor y la ternura.
Era la tercera vez que Jesús se manifestaba a sus discípulos. Para nosotros es el tercer domingo que nos encontramos en la liturgia dominical gracias a la invitación que el mismo Jesús nos hace, como hizo entonces a los suyos: "Venid y comed". Hoy, como entonces, vemos repetirse la misma escena y escuchamos las mismas palabras: "Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da" (v. 13). En cierto modo es una escena descarnada, y sin embargo está llena de preguntas, sobre todo de una pregunta: la que Jesús, precisamente aquella mañana, dirigió a Simón Pedro. No era una pregunta sobre el pasado, o sobre las desilusiones; ni tampoco sobre los muchos miedos. Solamente le preguntó: "Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?". Jesús interpeló a Pedro sobre el amor. No le recordó la traición de tan sólo unos días antes; el amor, en efecto, cubre un gran número de pecados. Y Pedro, que se había avergonzado ante él y había corrido a su encuentro, respondió rápidamente: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Era una respuesta más verdadera que la que dio aquel jueves en el cenáculo cuando dijo a Jesús: "Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte" (Lc 22, 33). Ahora, la respuesta era más verdadera, más humana. Y a él, que nada merecía, Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas"; sé responsable de los hombres y de las mujeres que te confío. Precisamente Pedro, que había mostrado su incapacidad para ser fiel ¿tenía que ser el responsable? ¿Precisamente él? Sí, porque ahora Pedro acogía el amor que el mismo Jesús le daba; y en el amor uno es capaz de hablar, de testimoniar, de ocuparse de los demás.
Jesús no le interrogó sólo una vez sobre el amor, sino tres veces, es decir, siempre. Cada día se nos pregunta si amamos al Señor. Cada día se nos confía el cuidado de los demás. La única fuerza, el único título, que nos permite vivir es el amor por el Señor. Jesús aún dijo a Pedro: "Cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas donde querías". Quizá Pedro recordó su juventud de pescador en Betania, cuando se levantaba temprano para ir a pescar, cuando salía de casa para ir donde quería; quizá también recordó sus desilusiones, e incluso el lugar donde vio por vez primera a Jesús. Mientras le volvían a la mente estos recuerdos, Jesús añadió: "Cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde tú no quieras". El Evangelio explica que se habla de su muerte pero Pedro, como todo creyente, no será abandonado: el amor sobre el que somos interrogados compromete al Señor antes que a nosotros. En efecto, Él nos ha amado antes y nunca nos abandonará, incluso cuando "otro nos ceñirá y nos llevará donde no queramos". Lo que cuenta es la fidelidad a aquella escena en la orilla del mar, que cada domingo se repite para nosotros; aquella escena tiene sabor de eternidad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.