ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 13 de diciembre

Homilía

"Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres". Estas palabras que el apóstol Pablo dirigió a los filipenses, se dirigen también a nosotros como para decirnos que ya no hay motivos para estar en la tristeza porque el Señor está cerca. La misma Liturgia se colorea de alegría como para comentar de forma visible las palabras de Pablo: "No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera toda inteligencia custodiará vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo Jesús". Sí, esta Liturgia es nuestra oración y nuestra acción de gracias a Dios porque nos da la paz que custodia nuestros corazones y nuestros pensamientos. Dios no es indiferente a nuestros pensamientos y a nuestras preocupaciones, es más, nos sigue, nos escucha, pero nos recuerda que hay algo más grande que nuestras preocupaciones y que nuestras angustias: la Palabra de Dios que es la fuente de nuestra fuerza y de nuestra alegría.
Este tercer Domingo de Adviento nos lleva a orillas del Jordán junto al Bautista que predicaba la "buena noticia". El Evangelio nos toma como de la mano y nos acompaña para alcanzar la alegría. De hecho, la alegría no nace de nosotros ni de nuestras obras, sino de fuera de nosotros, nace de la escucha de la buena noticia anunciada por el profeta. Su predicación, de hecho, no es abstracta ni lejana, sino que hace nacer el deseo y la pregunta sobre cómo alcanzar la alegría, sobre cómo vivir la salvación. Las multitudes que escuchaban al Bautista preguntaron: "¿Qué tenemos que hacer?". Es la misma pregunta que hizo la multitud de Pentecostés después de haber escuchado la predicación de Pedro. No fue así para el joven rico, y se marchó triste. También aquel fariseo que estaba de pie en el Templo se marchó sin la felicidad del perdón. Quien no reconoce su límite, quien está saciado de sí mismo, quien no renuncia a sus costumbres, quien no corta con su orgullo, quien piensa que ya ha hecho todo lo posible, quien no escucha, no pide ir más allá y cierra así la puerta al Señor que viene. Este no necesita ni a Jesús ni su palabra. Sin embargo, las multitudes que acudían donde Juan preguntaban: "¿Qué tenemos que hacer?". Esta pregunta es de todo discípulo, y es especialmente la pregunta de este tiempo de espera, de este tiempo de Adviento. De hecho, esta pregunta despierta el corazón de la pereza y vuelve a poner en movimiento la escucha. Sin esta pregunta la predicación permanece sin ser escuchada y en cierto modo escomo si se bloqueara. Es el drama de un mundo, de una persona, que no se pregunta qué cambiar, permaneciendo así prisionera de sus razonamientos y sus sentimientos. Pero esta cerrazón se convierte en incredulidad, como escribe el evangelista Juan: "Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron". No hay escucha porque no encuentra un lugar, como aquella noche en Belén.
El Adviento nos lleva al lado del Bautista, junto a aquella multitud que, como escribe Lucas "estaba expectante y andaban todos pensando en sus corazones". En este tiempo también nosotros debemos interrogarnos "en nuestros corazones" sobre qué cambiar de nuestra vida, qué hacer para ser discípulos fieles del Señor, cómo caminar para obedecer a su palabra. La respuesta está, Juan continúa predicando e indicándonos el camino. Sus palabras nos llegan claras, y se refieren a cada uno de nosotros, independientemente de nuestra edad o de nuestra situación, de nuestros méritos o nuestros pecados. Nadie está excluido de las palabras de Juan y nadie está dispensado de preguntarse qué hacer. La respuesta del Bautista está hecha de palabras simples y concretas, para que nadie las disperse en los meandros de sus pensamientos.
A los publicanos les decía: "No exijáis más de lo que os está fijado", es decir, no sigáis la voracidad de los instintos, y no os dejéis subyugar por la búsqueda de vuestras necesidades, por verdaderas o falsas que sean. De hecho, es fácil que la cotidianidad de la vida nos haga a todos olvidadizos de las palabras evangélicas, llevándonos así a vivir de forma voraz e insaciable. Juan pide que seamos serios, honestos y leales. Y exhorta a los soldados a renunciar a la violencia que hay en ellos, a no hacer mal a los demás. Y con sencillez añade: No hagáis extorsión a nadie ... y contentaos". Es un llamamiento a un comportamiento dulce y humano en relación a los demás, independientemente de quiénes sean o cuál sea su rol. Un llamamiento oportuno en una sociedad, como la nuestra, donde es fácil tratar mal, sobre todo a quien no se conoce y no se teme. Y después pide contentarse. Es un llamamiento al límite, a la sabiduría de no correr detrás de las satisfacciones consumiéndolas una detrás de otra, haciéndolo también a costa de pisotear a los demás.
Luego está la gente que escucha a Juan. Es gente que no está mal, que tiene dos túnicas y qué comer. Es la gente de nuestro mundo y de nuestras ciudades. La respuesta de Juan debe ser meditada: "El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo". También esta es una respuesta simple y clara. Debemos interrogarnos sobre cómo dar de comer a quien no tiene, y cómo vestir a quien no tiene con qué vestirse. El comedor de todos los días, aquí al lado, y las comidas que nuestras Comunidades organizarán el día de Navidad son una respuesta concreta a esta petición evangélica. Pero al mismo tiempo son también un interrogante para este mundo nuestro tan frecuentemente avaro y malvado. ¿Cómo permanecer tranquilos cuando tantos en el mundo ni se visten ni comen? Esta es ciertamente una gran cuestión de nuestro tiempo. Un tiempo en el que siguen muriendo de hambre millones de personas, ante la gran y cruel indiferencia de la mayoría. Esta indiferencia nos pide dilatar todavía más el corazón a la caridad, hacer más espacio a los pobres y a los débiles. Sin el mundo se sigue dejando fuera a los débiles y a los pobres, a nosotros se nos pide una mayor generosidad, se nos pide dilatar el corazón hasta los extremos confines para que "ninguno de los pequeños se pierda".
La predicación de Juan invita a mirar más allá de nosotros mismos, como él mismo hacía. Su humildad y la poca consideración que tenía de sí mismo hacen que esté preparado en la espera y que su mirada sea profunda. Por esto decía a todos: "está a punto de llegar el que es más fuerte que yo, a quien ni siquiera soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego". En este anuncio se esconde el motivo de nuestra alegría, una alegría fuerte, como canta el profeta Sofonías: "¡Grita alborozada ... celébralo alegre de todo corazón ... Que el Señor tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador!". En efecto, Él viene para habitar en medio de nosotros y conducir nuestros pasos para que también nosotros, como el Bautista, sigamos anunciando a todos la "buena noticia" de su reino.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.