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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XXII del tiempo ordinario
Recuerdo de san Gregorio Magno (+604), papa y doctor de la Iglesia.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 3 de septiembre

Homilía

El Evangelio que escuchamos este domingo nos encuentra en un momento en el que muchos de nosotros pasan un tiempo de descanso. Es un tiempo sin duda útil cuando no necesario para reanudar con mayor vigor la vida de cada día. Para Jesús, en cambio, empezaba una hora decisiva que requería una orientación nueva y clara: «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén», escribe Mateo. Es el primer anuncio de la pasión, de su derrota hasta la muerte, aunque anuncia también la resurrección. Pero los discípulos, como pasa a menudo, seleccionan las palabras del maestro y escuchan lo que quieren oír. Pedro se arma de valor y reprende al maestro. Es sincero sin ninguna duda, pero la sinceridad no es suficiente, del mismo modo que no es suficiente tener una buena conciencia. El amor, el del Señor, va mucho más allá. Es un amor radical, total. Pero Pedro no lo entiende. Son ciertas también para los apóstoles las palabras del Señor: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros proyectos son mis proyectos» (Is 55,8). No es natural ni espontáneo seguir al Señor Jesús; hace falta tener el corazón y la mente abiertos a sus palabras, a su vida, a sus sentimientos.
Jesús no podía abandonar su camino, y mientras hablaba con Pedro se volvió –escribe Mateo– dejó de mirar a Pedro a los ojos, como en cambio sí lo mirará la noche de la traición, le dio la espalda, como si quisiera hacer visible la distancia que había entre ellos, y lo reprende: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Solo me sirves de escándalo!». Al inicio de la vida pública en el desierto, Satanás tuvo la misma intención que Pedro: alejar a Jesús de su camino, de la obediencia al Padre. Y ese es el camino de los discípulos, el único, sin alternativas. Jesús lo dijo abiertamente a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame». Son palabras que parecen duras a nuestros oídos, pero son las únicas que pueden librarnos de la cárcel de nuestras tradiciones, de nuestras costumbres, de nuestras perezas. Pero estas palabras del Señor no son una exhortación al sacrificio y al sufrimiento. Son comprensibles únicamente si seguimos a Jesús, si sentimos pasión por él. Como escribía el profeta Jeremías: «Me has seducido, Señor, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido». La seducción es la base de las palabras que Jesús dirige a los discípulos. Aquel que ha sido seducido sale de sí mismo y se entrega al amado, vive por él, trabaja por él, piensa por él. Por amor se hacen sacrificios que llegan a lo inverosímil. Eso es seguir el Evangelio. Si miramos nuestra fe debemos reconocer que muchas veces es mortecina, inerme, desaborida. Por eso no nos produce alegría, y precisamente porque es insulsa no puede ser atractiva para quien no cree. Y no obstante, aquí es donde encontramos el camino para salvarnos. Es un camino muy distinto al camino del mundo, en el que cada cual intenta salvarse a sí mismo a toda costa sin preocuparse por los demás. Por eso Jesús insiste: «Quien quiera salvar su vida, la perderá». Sí, quien quiera salvarse solo, se perderá. No degustará la felicidad de la amistad y de la fraternidad. Tal vez podrá ganar el mundo entero, pero estará insatisfecho. La felicidad no radica en tener sino en ser hombres y mujeres que renuevan su corazón y su mente escuchando el Evangelio. ¿Cómo se pierde el alma? Convirtiéndose en esclavo de uno mismo y de las cosas de uno, subyugándose a la sed de ganar y a la vorágine del consumo. Muchas veces sacrificamos en estos altares fatuos nuestros días y nuestro futuro sin poder degustar la vida, y de ese modo, en realidad, la sacrificamos. Por eso debemos escuchar con atención lo que nos recuerda Pablo: «No os acomodéis a la forma de pensar del mundo presente; antes bien, transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto». Mucha gente reanuda dentro de pocos días el ritmo normal de la vida. Las palabras evangélicas son sin duda exigentes. En ellas está toda la ambición de Jesús de seducirnos para que degustemos con plenitud su vida y su amor. Si las vivimos, nuestros días serán distintos, porque estarán llenos de amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.