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Liturgia del domingo
Domingo 29 de octubre

Homilía

Este pasaje del Evangelio de Mateo demuestra todo su calibre si lo leemos teniendo en cuenta la situación de nuestras ciudades que son cada vez más como Babel: ciudades donde los hombres han perdido la referencia al único Señor. En esa situación de ausencia de Dios, las ciudades quedan a merced de la confusión de las lenguas, de la dificultad por entenderse, de la facilidad del conflicto. El texto bíblico narra la gigantesca empresa de aquellos hombres, obra que debía consagrar su omnipotencia y satisfacción. Pero al perder el contacto con Dios, cada uno buscaba su interés particular y perdía de ese modo la capacidad de encontrarse con el otro. Babel era y es el símbolo del desencuentro tanto con Dios como con los demás. El Evangelio nos habla de algunos fariseos que se acercan a Jesús para pedirle cuál es el mayor mandamiento de la ley. Para comprender mejor aquella pregunta hay que recordar que las distintas corrientes religiosas del judaísmo habían codificado 613 preceptos, de los que 365 eran negativos y 248 eran positivos. Era una considerable mole de disposiciones, aunque no todas del mismo valor. En la tradición bíblica estaba claro cuál era la primera. El libro del Deuteronomio lo decía claramente: «Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón» (Dt 6, 4-5). También era conocido el precepto de amar al prójimo. En cuanto a la tradición rabínica no hay más que recordar la fórmula atribuida a R. Hilel (rabino del siglo I): «No hagas al prójimo lo que sea odioso para ti, esa es toda la ley. El resto es solo una explicación». Otro judío lo parafrasea: «Debes amar a tu prójimo como a ti mismo».
Así pues, no es exacto afirmar que en la tradición judía no hubiera una jerarquía de preceptos. La originalidad evangélica no consiste en recordar los dos principales preceptos, sino en unirlos tan íntimamente que se convierten en uno solo. El mandamiento referente al amor del prójimo queda asimilado al primero y máximo mandamiento sobre el amor íntegro y total a Dios, por cuanto pertenece a la misma categoría de principio unificador y fundamental. El camino para llegar a Dios se cruza necesariamente con el que lleva a los hombres. Y a aquellos hombres que necesitan mayor defensa porque son más débiles. Defendiéndoles a ellos se defiende a Dios. El evangelista Juan llega a decir que «hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3,14). Y no solo eso. Dios no parece ni siquiera competir con el amor por los hombres; en un cierto sentido no insiste en la reciprocidad del amor (es obvio que debe existir). De hecho, Jesús no pide: «Amaos como yo os he amado», sino «como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros».
Las Escrituras, en sus disposiciones sobre la hospitalidad y la acogida, no hacen más que situarse en ese plano: piden acoger a los extranjeros y socorrer al huérfano y a la viuda. Son dos situaciones que en la Babel del fervor consumista quedan arrinconadas. Pero el mismo Dios se pone de parte de los débiles y los defiende. De estos dos mandamientos (o del amor único) depende (literalmente «pende») toda la ley y los profetas. El principio de amor da sentido y unidad a toda la revelación de la Biblia. Y también es la lengua que unifica los numerosos lenguajes y las numerosas culturas que constituyen nuestra Babel. Todos pueden hablar la lengua del amor al prójimo, incluso los que no creen; y Dios la entiende porque es su lengua. Nos lo recuerda el conocido pasaje de Mateo: «Tuve hambre y me disteis de comer» (Mt 25,35), que Dios dirige a aquel desconocido hombre caritativo. Y lo salva. Ese modo de comportarse salva también a Babel de la confusión y de la tragedia. Así pues, podemos recuperar el otro significado de Babel: «puerta del cielo». ¡Sí! Si hablamos la lengua del amor (una lengua que se puede hablar en muchas culturas y también en muchas fes distintas), nuestra Babel se puede convertir no en la ciudad de la confusión, de la ambigüedad y de los desencuentros, sino más bien en la ciudad que nos abre la «puerta del cielo».

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.