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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

I de Adviento
Recuerdo de san Francisco Javier, jesuita del siglo XVI, misionero en India y Japón.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 3 de diciembre

Homilía

El Adviento, que abre el año litúrgico, es un tiempo que nos prepara para el nacimiento de Jesús. La liturgia pone sobre nuestros labios la antigua oración del profeta Isaías: "¡Ah! Si rompieses los cielos y descendieses" (Is 63, 17; 19). Es la oración de este Adviento. Es nuestra oración, pero es sobre todo el grito de los que mucho más que nosotros esperan alguien que venga a salvarles. Todos necesitamos que el Señor vuelva a visitar la tierra. Sin el deseo de una mayor justicia, de una mayor solidaridad y de una paz más amplia y estable, el mundo está como privado de futuro.
El Adviento nos pide alzar la mirada de nosotros mismos y dirigirla a lo alto. El Evangelio nos advierte: "Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuándo será el momento" (13, 33). Y Jesús compara al creyente con un portero que debe estar atento al momento en que su señor regresa: debe estar despierto y junto a la puerta para abrir al señor que regresa. Se trata de la puerta de nuestro corazón, pero también de las puertas de nuestras casas para acoger a los pobres y a los que piden ayuda. También ellos son nuestros "señores". En el Apocalipsis se lee: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3, 20).
Para el discípulo de Jesús siempre es tiempo de velar. Conociendo la facilidad con que nos dejamos llevar por la pereza y el apego a nuestras cosas, escuchemos este Evangelio para no dejarnos llevar por el sueño o la indiferencia. Eso es lo que sucedió en Belén: el egoísmo y el aturdimiento de sus habitantes no dejó que ninguna puerta se abriera para María y José que llamaban y Jesús tuvo que nacer fuera. Nosotros tenemos este tiempo de Adviento para aprender a abrir la puerta al Señor que viene. En este tiempo "velemos y recemos..." para que no suceda lo mismo en nuestros días. San Basilio, sabiendo que el Adviento nos lleva al corazón de nuestra fe, afirmaba que el cristiano es "el que permanece vigilante cada día y cada hora sabiendo que el Señor viene".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.