Nigeria, Paquistán, Indonesia, Irak, Kenya, Tanzania, República Centroafricana. Es muy larga la lista de las nuevas fronteras de las persecuciones, de las discriminaciones, de las privaciones de la libertad religiosa, del martirio que siguen sufriendo los cristianos en el mundo. No es casual que Papa Francisco, durante la misa celebrada el 6 de abril de 2013 en Santa Marta, recordó justamente que «hoy, en el siglo XXI, nuestra Iglesia es una Iglesia de mártires».
Y en este contexto, la comunidad de Sant’Egidio cada año, durante la Semana Santa, se reúne en oración en la Basílica de Santa María Trastevere para recordar a los nuevos mártires cristianos. Hoy, martes 15 de abril, guió la oración de la comunidad por estos hombres y mujeres listos para ofrecer sus vidas por el Evangelio fue el cardenal Secretario de Estado Pietro Parolin. A su alrededor, según indicó “L’Osservatore Romano”, se reunieron representantes de diferentes Iglesias y comunidades cristianas, también marcadas con la sangre del martirio.
Reflexionando sobre el Pasaje del Evangelio de Marcos, el cardenal Parolin comparó el testimonio de amor de los cristianos que hoy no huyen a la posibilidad de la muerte a la que les expone su fidelidad a Dios con el mismo Jesucristo, que soportaba, por amor al Padre, las burlas de cuantos pasaban bajo la Cruz. «La oración de hoy –explicó– contiene una memoria viva, para que sea viva su herencia. Esta herencia surge a menudo de vidas humildes y frágiles, pero moldeadas por el amor».
Después, Parolin citó a Benedicto XVI, peregrino a la Basílica de San Bartolomé en la Isla Tiberina, memorial de los testimonios de la fe de los siglos XX y XXI, quien el 8 de abril de 2008 se preguntó: «¿Por qué nuestros hermanos mártires no trataron de salvar a toda costa el bien insustituible de la vida? ¿Por qué continuaron sirviendo a la Iglesia, a pesar de las graves amenazas e intimidaciones?» Una pregunta, recordó hoy el Secretario de Estado, que resonaba también en el magisterio de Juan Pablo II y en su vida misma: «A menudo recordaba que su sacerdocio, desde el principio, “se ha inscrito en el gran sacrificio de muchos hombres y mujeres de mi generación”. Y añadía: “Los testimonios de la fe no consideraron el proprio provecho, el proprio bienestar, la propia supervivencia como valores más grandes que la fidelidad al Evangelio. Incluso en su debilidad, ellos opusieron una tenaz resistencia al mal. En su fragilidad fluyó nuevamente la fuerza de la fe y de la gracia del Señor”». Esta fuerza, comentó Parolin, «atraviesa nuestras Iglesias, nuestras comunidades cristianas. Son católicos, pero también ortodoxos, evangélicos, anglicanos y nos invitan a la unidad».
Y es una fuerza «que el mundo no conoce y que, paradójicamente, se manifiesta en la derrota y en la humillación de todos los que sufren debido al Evangelio». De hecho, «muchos –explicó el cardenal Secretario de Estado– han sido sacrificados por su rechazo a plegarse al culto de los ídolos del siglo XX, el comunismo, el nazismo, la idolatría del Estado o de la raza. Muchos otros cayeron durante guerras étnicas o tribales. Algunos han conocido la muerte, porque, sigueindo el modelo del buen Pastor, a pesar de las amenazas, quisieron permanecer con sus fieles en lugar de faltar a la propia misión. Religiosos y religiosas han vivido su consagración hasta la efusión de la sangre».
Hombres y mujeres creyentes murieron ofreciendo sus existencias por amor a los más pobres y débiles. Y todavía hoy, «en diferentes contextos –subrayó Parolin–, muchos de nuestros hermanos y hermanas siguen siendo objeto de un odio anti-cristiano. No son perseguidos porque se les contesta un poder mundane, politico, económico o military, sino justamente porque son testimonios tenaces de otra vision de la vida, hecha de humillación, de servicio, de libertad a partir de la fe. Allí en donde el odio parecía contaminar toda la existencia, ellos manifestaron que “el amor es más fuerte que la muerte”. A veces solamente el nombre de “cristiano” es el que atrae el odio, porque alude a la fuerza pacificadora, humilde, de la que ellos son portadores, como muchos voluntarios, laicos o consagrados, jóvenes y ancianos, cuya vida fue cortada mientras servían generosamente a la Iglesia y comunicaban el entusiasmo de la caridad».
En su debilidad, afirmó el Secretario de Estado, «están cerca de nosotros, mostrándonos la fuerza que viene de Dios y que siempre es posible salir de sí y alcanzar a los que están lejos, aunque sean percibidos como enemigos». Y el purpurado lo recordó citando la certeza profunda expresada por Papa Francisco en la exhortación apostólica “Evangelii gaudium”: «El discípulo sabe ofrecer la vida entera y jugarla hasta el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de enemigos, sino, más bien, que la Palabra se acogida y manifieste su potencia liberadora y renovadora». A menudo la muerte llega a estos nuevos mártires desarmados, ingenuos, «equipados solo con la fe y el servicio a los últimos, aprendido de su maestro. Permanecen, a pesar de las amenazas y las intimidaciones. Molestan a los que urden tramas de muerte, porque defienden la vida y comunican a todos los antídotos contra el odio, contra la rapaz volutad de posesión». Se sostienen solo con su fe. Una f eque «genera en ellos –explicó el cardenal– una esperanza tenaz, con la que derrotan a la tristeza y el miedo. Han atravesado las fronteras y las barreras impuestas por las naciones, por las culturas, por la globalización de la indiferencia, haciendo que se conozca en todas partes el nombre del Señor Jesucristo, verdadero origen de la globalización del amor».
Y se trata de personas como nosotros, aunque, indicó Parolin, parecen «héroes muy alejados de nuestros límites y de nuestras contradicciones». Pero, justamente en la debilidad, maduraron una fuerza interior insospechada, a partir de la oración, del amor cotidiano por los pobres, de la liturgia. Consolados por su testimonio y por su fe, «renovemos –fue la esxhortación final del Secretario de Estado– nuestras decisiones de amor, agradecidos por el don de sus vidas, conmovidos por su muerte y más dispuestos a convertir nuestros corazones a la fuerza del Evangelio».
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