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Oración de la Pascua
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Oración de la Pascua

Recuerdo de Martin Luther King, asesinado en 1968 en Memphis en Estados Unidos. Con él recordamos a todos los que tienen hambre y sed de justicia. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración de la Pascua
Miércoles 4 de abril

Recuerdo de Martin Luther King, asesinado en 1968 en Memphis en Estados Unidos. Con él recordamos a todos los que tienen hambre y sed de justicia.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 24,13-35

Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. El les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?» Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: «¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?» El les dijo: «¿Qué cosas?» Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el Nazoreo, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron.» El les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado.» Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Con la narración de Emaús seguimos estando dentro de la Pascua. La Liturgia parece no querer alejarnos de aquel día que ha cambiado el curso de toda la creación. Se nos invita a permanecer en su misterio para revivirlo. Podríamos decir que aquel viaje de los dos discípulos continúa con nosotros. Su tristeza puede ser también la nuestra al ver que aún hoy muchos hombres y muchas mujeres son aplastados por la violencia y los conflictos. También nosotros podemos ceder a la desesperación y a la resignación de que nada puede cambiar y regresar así a nuestros "pueblos", a nuestros asuntos, a nuestras costumbres. Es verdad que no faltan motivos comprensibles para resignarse: ¿dónde está la fuerza de cambio del Evangelio? ¿Dónde está la victoria de la vida sobre la muerte? ¿Dónde está el amor que derrota al odio y al mal? Son preguntas que nos resultan como totalmente normales, incluso realistas. Pero he aquí que llega entre nosotros un extranjero -sí, uno que no se ha resignado a la mentalidad del mundo- que comienza a explicarnos las Escrituras. Es el encuentro cotidiano que se nos pide con las Escrituras, y poco a poco, según este diálogo continúa, sentimos que nuestra tristeza se derrite y que el calor de la esperanza se enciende en el corazón; y del corazón surge una oración sencilla: "Quédate con nosotros". El extranjero, que hasta entonces había hablado, ahora escucha la oración de los dos. Por lo demás, durante los tres años de predicación, Jesús había exhortado otras veces a los discípulos a pedir al padre aquello que necesitan: "Pedid y recibiréis" (Jn 16,24). Dice el Apocalipsis: "Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,20). Jesús escuchó y entró en casa de los dos para cenar con ellos, y mientras partía el pan sus ojos se abrieron y le reconocieron. Solo Jesús sabía hablar de aquel modo, solo Jesús sabía partir el pan de aquel modo. Los dos le reconocieron. Jesús ya no estaba en la tumba, sino que estaba vivo y les acompañaba a lo largo de los caminos. De inmediato salieron y regresaron con los hermanos. El encuentro con Jesús resucitado no se puede contener dentro de uno mismo, sino que se comunica a los hermanos con prisa. Es lo que esta página evangélica sigue pidiéndonos aún hoy.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.