Han pasado treinta años de la muerte de Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado en el altar el 24 de marzo de 1980, por solo un disparo, mientras celebraba la Misa.
La Comunidad de Sant’Egidio está presente en El Salvador desde hace muchos años y ha recogido desde hace tiempo la memoria de Mons. Romero.
Este año un joven miembro de la comunidad, William Quijano, ha sido asesinado por una banda por su compromiso con la Comunidad para salvar los niños y los jóvenes de la violencia en el barrio periférico de Apopa.
En el clima de la Guerra Fría, en la periferia centroamericana, Romero vivió y predicó la fe. Romero fue obispo en tiempos difíciles. Se puso a él mismo y a su Iglesia, como camino hacia la paz, cuando no se veía una solución política por el futuro. Creía en la fuerza de la fe: «Por encima de tragedias, sangre y violencia, hay una palabra de fe y de esperanza que nos dice: hay un camino de salida... Nosotros cristianos poseemos una fuerza única». Sigue siendo un modelo de obispo fiel. Monseñor Romero fue un obispo al servicio del Evangelio y de la Iglesia. Su lema episcopal era Sentir con la Iglesia . Su prioridad: la salus animarum (la salvación de las almas).
Durante la celebración de los nuevos mártires del siglo XX en el Coliseo, Juan Pablo II lo recordó con estas palabras: «Pastores apasionados como el inolvidable arzobispo Oscar Romero, asesinado en el altar durante la celebración del Sacrificio Eucarístico».
Romero fue mártir en la extrema periferia de la Guerra Fría. Treinta años después de su muerte, libres de las pasiones en las que fue involucrado por la historia de entonces, pero no tan lejanos en el tiempo de no poder entender el drama y el ejemplo de la figura, debemos tener la valentía de echar cuentas con este mártir, que es hijo de la Iglesia y que todo esperaba de ella. En la historia del espíritu, que corre profundamente por encima de la crónica de las pasiones, Romero sigue siendo una figura crucial: porque fue un mártir. |