“Recibir del Señor el amor de un Padre, recibir del Señor la identidad de un pueblo y luego transformarla en una ética es rechazar aquel don de amor. Esta gente hipócrita son personas buenas, hacen todo aquello que se debe hacer. ¡Parecen buenas! Son éticos, pero éticos sin bondad, porque ¡han perdido el sentido de pertenencia a un pueblo! El Señor da la salvación al interior de un pueblo, en la pertenencia a un pueblo”.
Sin embargo, ya el Profeta Isaías había descrito con claridad cuál era el ayuno según la visión de Dios: “Soltar las cadenas injustas”, “dejar en libertad a los oprimidos”, pero también “compartir tu pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo”, “cubrir al que veas desnudo”.
“¡Aquél es el ayuno que quiere el Señor! Ayuno que se preocupa por la vida del hermano, que no se avergüenza -lo dice el mismo Isaías- de la carne del hermano. Nuestra perfección, nuestra santidad va delante con nuestro pueblo, en el cual hemos sido elegidos e insertados. Nuestro acto de santidad más grande está precisamente en la carne del hermano y en la carne de Jesucristo. El acto de santidad de hoy, nuestro, aquí, en el altar, no es un ayuno hipócrita: ¡es no avergonzarse de la carne de Cristo que hoy viene aquí! Es el misterio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Es ir a compartir el pan con el hambriento, a curar a los enfermos, los ancianos, aquellos que no pueden darnos nada a cambio: ¡no avergonzarse de la carne, es eso!”.
Esto significa que el ““ayuno más difícil”, afirmó el Obispo de Roma, es “el ayuno de la bondad”. Es el ayuno del que es capaz el Buen Samaritano, que se inclina sobre el hombre herido, y no es aquel del sacerdote, que mira al mismo desventurado pero sigue adelante, quizás por miedo de contaminarse. Y entonces, concluyó, “ésta es hoy la propuesta de la Iglesia: ¿me avergüenzo de la carne de mi hermano, de mi hermana?”
Homilía en Santa Marta, 7 de marzo de 2014 |