Andrea Riccardi historiador y fundador de la Comunidad de Sant’Egidio, recibe el Premio Carlo Magno, el mayor reconocimiento alemán que desde hace cincuenta años suele otorgarse a estadistas, políticos y personajes públicos que han inspirado la construcción y la reunificación europea: Churchill, De Gasperi, Mitterrand o Kohl, entre otros. También lo recibieron Clinton, Juan Pablo II y, excepcionalmente, en una ocasión, el euro.
Pero Riccardi no ha ocupado jamás cargos públicos, no tiene cargo institucional alguno, aunque, en cuanto fundador de la Comunidad de Sant’Egidio y personalmente, ha contribuido de manera incisiva y a veces decisiva a la recomposición de conflictos extraeuropeos (Mozambique, Guatemala) sirviéndose de uno de los talentos de Europa y de Sant’Egidio: el arte del diálogo. Ha contribuido de manera significativa, en años de choque entre culturas y, para algunos, entre civilizaciones, a la construcción de un pensamiento y de un auténtico “arte de la convivencia” entre judíos, cristianos y musulmanes, haciendo de puente en tiempos de frialdad o de enfrentamiento, como después del 11 de septiembre de 2001; entre Europa y África, en un tiempo de reducción de la cooperación internacional a mínimos históricos; entre generaciones, poniendo en el centro la situación de los ancianos en una Europa rica a pesar de la crisis económica pero que no tiene una receta para los años de la vida que se alarga; entre minorías sociales y europeos, contribuyendo a contrarrestar de manera razonable los movimientos antisemitas, xenófobos y el miedo de los inmigrantes que va creciendo en el corazón del continente.
El Premio Carlo Magno es, en definitiva, para un hombre que está convencido de que “hoy Europa es muy necesaria, es muy necesaria su democracia y su humanismo, así como un capitalismo amable que pueda convertirse en aliado, y no enemigo o competidor, de los países que deben crecer, que tienen una historia nacional demasiado joven, como los países africanos”, como dijo en el primero de los encuentros de Aquisgrán, en la Universidad, el 20 de mayo.
“Europa ha sido capaz de exportar al mundo dos guerras mundiales”. “Tras nacer en Europa, se convirtieron en mundiales”. “Ya es hora de que Europa pueda exportar y hacer que se convierta en mundial su paz interna y su humanismo”. “Ese es el reto de hoy, y no una idea de los bienintencionados. Es una necesidad”.
“También es la respuesta al problema del miedo y de la inmigración. Italia hoy es una de las puertas de la inmigración proveniente del sur del mundo. No hemos llegado a cifras alarmantes; los números indican que, aunque ha crecido, todavía estamos por debajo del nivel de los desembarcos de la esperanza de los años noventa: entonces, si miramos sólo a Italia, nos acercábamos hasta puntas de 50 mil al año. Pero es indudable que es un problema mundial y también europeo. Italia debe estar a la altura de su civilización de acogida y de las leyes y estándares europeos en materia de derecho de asilo. Y todos nosotros debemos procurar que ningún inmigrante sea jamás tratado de manera hostil, tanto si es regular como si es irregular, porque una situación así se convierte en una bomba de relojería de desprecio y desconfianza que siempre da frutos amargos, tal vez al cabo de los años. Europa debe ayudar a Italia a no ahogarse sola por este problema, que, si se gestiona bien, en realidad es una oportunidad”.
“Creo que sería inteligente que Europa diera forma a una idea de sí misma que contiene otra: Euráfrica. África no sólo es un problema de gobernanza, de democracias frágiles, de hambre, epidemias, corrupción y guerras. África está apenas en sus inicios y África es el futuro: un futuro también para Europa, futuro de materias primeras y de amistad, y papel histórico de paz y de desarrollo en el mundo. Ese es el camino del siglo XXI. Lo contrario es una Europa cerrada en sí misma que comunica incertidumbre a sus hijos, que no comunica a los demás su gran tradición humanista, y que termina asustándose por todo”.