Los soldados, después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, con los que hicieron cuatro lotes, un lote para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo. Por eso se dijeron: «No la rompamos; sino echemos a suertes a ver a quién le toca.» Para que se cumpliera la Escritura:
Se han repartido mis vestidos, han echado a suertes mi túnica.
Y esto es lo que hicieron los soldados.
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.
(Jn 19,23-27)
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Escuela de Moscú (siglo XIV)
Icono de la Crucifixión
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Un pedazo para cada uno: los soldados tomaron sus vestidos e hicieron cuatro lotes, porque ellos eran cuatro. Sólo la túnica, que era de una sola pieza, sin costuras, no pudieron dividírsela. Pero esta dificultad no les detiene, no es suficiente para que sean menos aves de rapiña. Ese hombre es un condenado. No necesitará más la túnica: poco a poco se está volviendo como todos los condenados a muerte, un no-ser-humano, un “hombre-muerto-que-camina”, como se llama en Estados Unidos a los condenados a la pena capital. Entonces, se echan a suerte su túnica. La gente vale por lo que tiene. Cuando no tienes nada, ya no eres nada. Al final le quitan todo, como en los ritos macabros de los campos de exterminio nazi, donde hasta las pelucas, las prótesis, los zapatos, todo; era almacenado, conservado y utilizado.
Hay una saña y una inutilidad del mal que se unen a la maldad hasta volverla inquietante. ¿Cómo es posible que el mundo sea tan feo? ¿Cómo es posible que tanta gente sufra tanto? Los discípulos saben que ya ni siquiera sirve la espada para frenar todo esto. No porque no es suficiente, sino porque verdaderamente no vale. La espada añade violencia a la violencia. Lo que los discípulos pueden hacer ante la violencia de un mal apabullante es estar junto al que sufre, en los lugares de dolor, en las encrucijadas del mundo, en los pliegues de la vida y de la historia, donde casi todos se retraen. Estar junto al que sufre como “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena, y junto a ella el discípulo a quien Jesús amaba”.
Juan había conseguido llegar hasta los pies de la cruz. De la misma manera también lo consiguieron María y las otras mujeres. No se repartieron los vestidos ni sus cosas, estaban allí para recoger sus últimas palabras, mientras quizá, ya no puede darse mucha cuenta de su presencia. Todavía una vez más, aquellas palabras, las últimas que salen de la boca de un sufriente, palabras sufridas, pagadas a un caro precio, son una indicación preciosa para esa pequeña comunidad reunida a sus pies: «Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre» -dice Jesús. Nace así una nueva familia (la madre y Juan), junto a la cruz.
Es una indicación para nosotros. Esta es la vida de los discípulos: no hay que detenerse en el fuego para calentarse, no hay que pararse para lamentarse, llenos de miedo; no hay que dejarse llevar por la lógica de la conservación, dejando hablar solo a Pilato y a los sumos sacerdotes. Se puede ir adelante y acercarse donde Pilato, los sumos sacerdotes y los guardias no se atreven a llegar: bajo la cruz. Lo ha comprendido su madre que está junto al discípulo que Jesús amaba, el joven Juan, precisamente allí, a los pies de la cruz. Hay que tener el corazón de ese discípulo y de María para estar cerca de tantos sufrimientos. Podemos encontrar, bajo la cruz, esa palabra que está el origen de una nueva familia. No todo ha muerto, aunque Jesús esté a punto de morir. Su palabra sigue dando vida: : «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Para aquella mujer y para aquel hijo renace, aún en el sufrimiento, la vida.
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